Paseaba yo una tarde buscando al protagonista de mi siguiente novela por un camino cercano a casa, cuando me topé con Prometeo. La verdad es que, aunque había recorrido aquel sendero cientos de veces, aquella tarde me encontraba bastante perdido. Tras ganar el Minotauro, me había dedicado durante meses a escuchar los consejos de unos y otros sobre lo que debía escribir y sobre cómo debía hacerlo, y eso había terminado por desorientarme hasta el punto de hacerme perder el norte. Mil historias revoloteaban en mi cabeza e incluso había redactado unas cuantas sinopsis que consideraba lo bastante buenas como para ser raíz de una novela (aún las considero). Sin embargo, era incapaz de decidirme. Ofrecí aquellas sinopsis a varias personas y en ningún momento despertaron el entusiasmo que yo esperaba, seguramente por falta de fe o porque resumir una de mis novelas en un folio es algo que no sé hacer… Soy un cuentista. Necesito mi tiempo para desarrollar con coherencia mis ideas y cada vez que alguien me lo ha escatimado, el resultado ha sido nefasto. Así que, por una razón o por otra, me faltaban fuerzas… quizás un empujón, esa patada en el estómago que te derriba y te obliga a sacar la rabia de dentro. Necesitaba el fuego, creer en auténticos dioses.
Y fue Prometeo el que lo robó para mí.
La idea de escribir una historia ambientada en los mitos de la Grecia clásica en la que los dioses fueran reales llevaba años rondándome la cabeza. Siempre me gustó imaginar ese lugar idílico, en el que la intercesión de Zeus y su familia habían llevado al hombre a un grado de desarrollo que solo la ciencia ficción ha logrado rozar. Imagino que la mítica serie de Ulises 31, que los niños de mi generación veíamos emocionados a principios de los ochenta, tiene algo que ver, aunque reconozco que mientras buscaba mi historia jamás pensé en ella. Sería que su impacto en mi joven subconsciente fue tan fuerte que ha quedado ahí, oculto pero presente, deseando aflorar en mi ficción a las primeras de cambio.
Sin embargo, para que esa historia tuviera fuerza necesitaba un héroe, y no me valía cualquiera. Necesitaba un protagonista capaz de enfrentarse a la injusticia y la tiranía representando a los hombres, y ese campeón no podía ser otro que Prometeo. Recuerdo que aquella tarde, mi hija Alma, que estaba leyendo una versión en cómic de la Odisea, me preguntó por mis héroes griegos favoritos. Nombré a Ulises, claro, pero Prometeo no tardó en aparecer en la conversación.
La verdad es que disfruto contándole este tipo de historias.
Prometeo es un titán griego de incierto origen. Parece ser que la más aceptada de sus genealogías (existen varáis versiones sobre su nacimiento) lo hacía hijo de Jápeto y la oceánide Asia, aunque también se señalaba a Clímene como posible madre. Era hermano de Atlas, el fortachón que sujetaba la Tierra sobre sus hombros, y como buen titán solía ser bastante rebelde. Los titanes eran una estirpe de dioses previos a los olímpicos cuyos poderes estaban relacionados con fuerzas primordiales del universo, y al parecer eran así, díscolos por naturaleza. De hecho, la carga que maldice la espalda de Atlas, fue un castigo por acaudillar a los suyos en la Titanomaquia una guerra contra los hijos y hermanos de Zeus, que al final acabaron perdiendo.
Pero volvamos a Prometeo. Su biografía es bastante conocida. Yo la había escuchado de crío de los labios de mi padre y ya entonces me había impresionado. La verdad es que mi padre, maestro de los de antes, tenía la virtud de convertir cualquier historia en un relato apasionante, y con esta disponía de un buen material. Hombre de formación clásica, era mucho más amigo de los mitos griegos que de los cuentos de hadas, así que en mi infancia no encontraréis demasiados lobos feroces. En aquellas aventuras imaginarias abundaron los cíclopes, los héroes con espada, los dioses enfurecidos y las sirenas.
Por algún motivo que desconozco, el joven titán decidió, aun sabiendo del mal genio que se gastaba, reírse un poco del gran padre Zeus. No se le ocurrió otra cosa que ofrecer un buey en sacrificio a los dioses, lo cual no habría supuesto ningún problema si no hubiera sido porque, llevado por su excesivo afán de cachondeo, terminó convirtiéndolo en un engaño manipulado. Prometeo dividió el animal en dos partes: en una de ellas juntó la piel, la carne y las vísceras, lo más apetecible, y en la otra colocó los huesos cubiertos de grasa. Luego, dejó elegir a Zeus la mitad que fuera más de su agrado. Y tal y como el joven titán esperaba, el padre de los dioses eligió el peor trozo. Resulta lógico que, al encontrar la osamenta pelada bajo aquella capa de sebo, entrase en cólera. A cualquiera con un mínimo de amor propio, aquel alarde de ingenio le habría parecido una ofensa sin fundamento.
Cosas de la juventud, quizás.
Total, que indignado por la burla, Zeus, que no solía ser muy coherente y que acostumbraba a dejarse llevar por arrebatos de furia bastante indiscriminada, prohibió que los humanos disfrutaran del fuego.
¡Castigó a los humanos! Un ejemplo de coherencia…
Hasta ahí, la historia nos muestra a un joven titán sin demasiado seso que por sus malos actos acaba perjudicando a terceros. Nada del otro mundo. Pero es a partir de este punto cuando la cosa se vuelve más interesante y Prometeo comienza a ganar puntos en nuestro corazón mortal. Veréis: convirtiéndose en protector de los hombres (le caíamos bien por algún motivo, quizás porque nos había hecho la puñeta con sus juegos), decidió robar el fuego y devolvérnoslo de nuevo. Otro desafío. Esta vez avalado por la justicia, pero al fin y al cabo otro desafío.
Dicho y hecho. Ni corto ni perezoso, Prometeo se coló en el Olimpo y usando una cañaheja, la rama de un tipo de arbusto que al parecer arde muy lentamente, escapó llevándose la preciada llama. Unos dicen que la tomó del carro de Helios y otros que de la forja de Hefesto. De nuevo las leyendas varían. El caso es que existen distintas versiones del robo que nos muestran también como perjudicados a Hefesto y Atenea, a los que, al parecer, robaba ciertas artes. Sea como fuere, lo importante es la consumación de la ofensa. Una vez más tocaba a los hombres pagar por la osadía del díscolo Prometeo.
Zeus era así de justo. Como hemos visto, cada berrinche suyo solía tener malas consecuencias para alguien, fuera culpable o no.
Así que, en esta ocasión, para vengarse por el nuevo agravio, ordenó crear a una mujer que a la postre habría de ser la desencadenante de su venganza. Una mujer como origen de la desgracia. ¿Os suena la historia? Así es como Pandora entra a formar parte del elenco de personajes de esta leyenda. La curiosa Pandora fue tentada con una caja (en su origen, un ánfora) en la que se escondían todos los males. Y claro está, la pobre no tardó en abrirla.
Pero no contento con eso, tras extender las mayores desgracias por el mundo, el vengativo Zeus se apresuró a castigar también a Prometeo. Al menos en esta ocasión se fijó en el verdadero culpable. Lo llevó al Cáucaso, lo encadenó a una gran roca y ordenó que un águila gigante lo atacara a diario. El desdichado animal fue condenado también a una dieta restringida de hígado de titán, pero poca gente se ha apiadado de él. Al parecer no abundaban los animalistas entre los griegos clásicos. Y claro, es en este punto cuando descubrimos que en ocasiones ser inmortal puede ser muy mala cosa: la rapaz era obligada a fastidiar a Prometeo a diario, una y otra vez. Llegaba, unos picotazos y se iba. Y como el pobre curaba sus heridas al anochecer, tenía que sufrir el mismo martirio repetido día tras día.
En fin. El caso es que yo andaba a la búsqueda de un camino que me permitiera también hablar de falsos dioses, de todas esas deidades laicas ante las que los hombres de hoy en día nos postramos, y apareció el bueno de Prometeo. Como digo, creo que siempre había estado ahí, esperando su turno, aguardando a que me dignara a darle la palabra.
Resulta, además, que yo deseaba escribir una historia de ciencia ficción desde hacía años, aunque nunca me había atrevido. Una al estilo de aquellas novelas clásicas que había devorado de joven, las de Frank Herbert, Arthur C. Clarke, Ray Bradbury o Isaac Asimov… Pensaba que no estaba capacitado por mi nivel de conocimiento científico, pero de repente todo casó. Fue como si Prometeo fuera la pieza que me faltaba. Y en ese momento los engranajes en mi cabeza comenzaron a girar con exactitud mecánica. Tenía la novela. Su leyenda me permitía partir de una base en la que me sentía cómodo, la fantasía de los mitos clásicos, y transitar hacia esa historia de transhumanismo, de pura ciencia ficción, que aguardaba en mi mente.
Aquella leyenda, manipulada a mi antojo y adaptada a mi propio universo de fantasía, sería la clave de bóveda sobre la que se sustentaría toda la historia. Tenía cuanto necesitaba: un héroe fuerte, pero a la vez plagado de debilidades humanas, una historia de rebeldía, un amor trágico y un destino dramático. Un capítulo más de esa lucha eterna contra la tiranía que genera todo poder absoluto.
Parecía que alguien en la antigüedad había pensado precisamente en mí…
Así que, aquella tarde de paseo se convirtió en el empujón que necesitaba: decidí hacer oídos sordos a todos los que me recomendaban apartarme de la imaginación, a los que me sugerían historias de un tipo y de otro, y me dejé llevar por Prometeo… La peripecia de aquel titán, capaz de enfrentarse a los dioses en busca del conocimiento, de la verdad, en suma, era el camino a seguir.
Mi Prometeo, el Prometeo de Los dioses muertos, es un disfraz a través del cual me permití jugar con los mitos griegos, con todas aquellas historias que me contaba mi padre de crío, y que me dio la posibilidad de desafiar a mis propios falsos dioses. Vestido de héroe me lancé a gloriosas batallas, viajé al espacio, luché contra los adalides de otros panteones… Me enfrenté al Emperador de Jade y los guerreros fieles a Odín. Y de su mano recuperé esa verdad que había perdido durante el camino.
Los dioses necesitan a los hombres tanto como nosotros los necesitamos a ellos, puede que mucho más. Prometeo robó el fuego para mí… Y a partir de ahora, lo hará para vosotros si decidís acompañarnos en nuestro viaje.
Espero que disfrutéis con él como lo hice yo. Creo que la aventura merece la pena.