Recuerdo encontrarme con ella en un libro de lectura del colegio, en uno de aquellos viejos Sendas de tapas marrones que publicaba la editorial Santillana en los ochenta. Creo que fue en tercer curso, durante la ya extinta E.G.B., aunque no puedo afirmarlo con exactitud. Lo que sí puedo asegurar es que en aquellas antologías escolares yo descubrí siendo un crío la belleza de la literatura. En ellas me maravillé por primera vez con la manera de narrar de ciertos escritores y conocí a muchos personajes que me han acompañado hasta hoy.
Personajes como Pandora.
Como ya he contado en un artículo previo, andaba a la búsqueda de un protagonista para mi nueva novela cuando di con Prometeo. El titán griego era el arquetipo perfecto de héroe rebelde, un tipo capaz de enfrentarse al mismísimo Zeus para hacer justicia y devolver el fuego arrebatado a los hombres. No tardé en decidir que sería él quien se enfrentara a mis dioses muertos. Y resulta que, investigando un poco, descubrí junto a su biografía la de aquella mujer asombrosa que me había llamado tanto la atención de crío.
Al primer vistazo me pareció perfecta para unirse a mi historia.
Veréis, para los griegos antiguos Pandora era un personaje cargado de rasgos negativos que sirvió para culpar a un sexo de todos los males del género humano. La literatura y en especial ciertos mitos religiosos, como reflejo del momento en el que se producían, solían reservar a las protagonistas femeninas papeles de este tipo. Por desgracia, las religiones, instituciones humanas de carácter político (no hablo del sentimiento religioso, que es otra cosa) han utilizado su poder para imponer normas que casi siempre han sido dictadas por hombres, y por esa razón, mujer y pecado han estado demasiado relacionados durante siglos.
Pero me desvío del tema.
En la leyenda original, Zeus ordena a Hefesto crear una doncella de barro con una belleza capaz de igualarse a la de las inmortales, y decidido a convertirla en un arma de destrucción masiva perfecta, pide a otras diosas que le concedan algunos de sus dones. A Afrodita, por ejemplo, que le regale su gracia y sensualidad. Por otro lado, manda que Hermes disimule la mentira en su manera de ser y de obrar. Y por si esta combinación de peligrosas cualidades no fuera ya de por sí lo bastante inquietante, pone al alcance de la muchacha un ánfora (lo de caja parece provenir de una interpretación latina posterior) en la cual consigue encerrar todos los males. Tras advertirle de que no la abra si no quiere que las calamidades se dispersen por la Tierra, el padre olímpico acabó su trabajo.
Un buen hombre papá Zeus. Siempre ideando cosas positivas. Siempre buscando el bien ajeno…
Aunque bien pensado, quizás el pecado en esta ocasión sea cosa del mensajero. Hemos sabido de todo esto por el amigo Hesíodo, un poeta imparcial, amante de la paz y de la concordia humanas (léase en tono irónico), quien, visto lo visto, no debió disfrutar de relaciones de pareja demasiado satisfactorias. O quizás el problema estuviera en una falta de afecto materno. No sé. Creo que me estoy metiendo en camisa de once varas.
El caso es que, tras conocer la historia de Pandora de labios de alguna deidad cotilla (que entre los griegos abundaban) Hesíodo se atrevió a afirmar en varios de sus poemas que el género masculino habría podido vivir en la gloria, libre de fatigas, dolores y enfermedades, si a ella no le hubiera dado por abrir la caja. A partir de ese momento, los varones debimos elegir entre mantenernos alejados del matrimonio, siendo más o menos libres y felices pero quedando condenados a carecer de descendencia, o bien casarnos y soportar la dura carga de tener una esposa a cambio de disfrutar de un hogar, hijos, y todo lo bueno que la familia conllevaba.
Un mito bastante feminista, como podemos observar, que se tradujo luego al cristianismo en la figura de la Eva de Adán. De nuevo, tentación, pecado y perdición del hombre para culpar a la mujer de todas las dificultades de la existencia. Todo muy ecuánime… Sin duda, la raíz de muchos males actuales.
Sin embargo, a pesar del sesgo de su historia, no podemos ser demasiado severos con el amigo Hesíodo. Él era solo un hijo más de su tiempo y de los prejuicios que imperaban entonces.
Así que, solo por esa razón, como desagravio, habría podido elegir a Pandora para que se convirtiera en personaje fundamental de Los dioses muertos. Sin embargo, no opté por ella solo por una razón de “justicia histórica”.
La Pandora del mito es una mujer discutible, pero nada más recordar su leyenda, vi el potencial que contenía. En Los dioses muertos, Pandora sería maestra del templo de Atenea, una pensadora similar a la famosa Hipatia de Alejandría. Decidí crearla como ejemplo de mujer libre de mente y espíritu, una intelectual capaz de dudar de todas las verdades que en la Grecia de la novela se dan por sentadas. Personaje de aguda inteligencia, si logra conquistar el corazón de Prometeo de la manera en que lo hace es, sobre todo, por su sinceridad y por su valentía a la hora de abordar la vida. Y son sus dudas las que llevarán al héroe a emprender su camino.
Como ha señalado con gran acierto José Torres Criado en algún sitio, mi Canto de Prometeo es en realidad una distopía, una suerte de 1984, en la que el ojo del Gran Hermano son los dioses griegos. Imaginemos que estas deidades fueran reales, que interactuaran con los hombres a diario colaborando en su progreso. Imaginemos una Atenas aislada del mundo exterior, un edén que ha avanzado hasta un estado de hegemonía total sobre un planeta Tierra devastado por causas desconocidas. En el mundo de la novela nos encontramos con una perpetua edad clásica que, sin embargo, goza de prodigios propios de las civilizaciones más tecnológicas. En esta Grecia los hombres viven para adorar a los padres olímpicos. Se crían teniendo en cuenta que son observados y evaluados de continuo y, sobre todo, se preparan para luchar por ellos. Porque la guerra (entre polis o contra panteones de dioses que habitan otros planetas), es otra de las constantes en sus vidas. Los griegos disfrutan de prolongados periodos de paz en los que las cosechas son abundantes y todo es dicha, pero también han de luchar de manera casi ininterrumpida para demostrar su fe y valía. Y los que más destacan por su valentía y habilidades guerreras acaban consiguiendo dones (fuerza, resistencia aumentada, más años de vida y salud…) que al final los distinguen de los humanos comunes. Son la casta de héroes, cúmulo de virtudes y espejo en el que se mira todo buen ciudadano, y entre los que se cuenta Prometeo.
Y es en este escenario en el que el personaje de Pandora cobra especial relevancia llevando a Prometeo a preguntarse muchas cosas. Lo obligará a dudar de la bondad de unos dioses capaces de conceder la vida pero que a la vez exigen una entrega absoluta y niegan la más mínima libertad. Sin miedo a enfrentarse a un poder que la supera en todos los sentidos, ella se adentrará en una peligrosa búsqueda que terminará teniendo profundas consecuencias para todos los que la rodean. Pandora es, en realidad, el motor de Los dioses muertos.
Y es que el gran Hesíodo, cegado por el odio hacia aquella primera novia que seguramente lo despreció por lerdo, no supo ver que las mujeres son siempre el origen de todo, la gran fuerza que ha movido al mundo desde que el hombre es hombre. Al igual que Ailerg, la segunda protectora de nuestro protagonista que le ayuda a culminar su particular viaje hacia la luz, o la misteriosa Doncella Verde, Pandora es la verdad, la pasión, la sinceridad de la vida vivida con honradez… En definitiva, la victoria contra los dioses muertos.
Pandora es mi propio amor, es mi madre y mi mujer, y espero que sea también mi hija algún día. Un personaje capaz de elegir su destino y de hacer que los demás encuentren el suyo.
Sí, sin duda Pandora me esperaba también desde hacía siglos.