Pero, sobre todo, traté de hacerla reconocible robando ciertas costumbres de la época y adaptándolas a mi relato. Desde luego en ningún momento me preocupé de acercarme al rigor histórico, y cuando leáis la novela (espero que lo hagáis), entenderéis la razón.
Os aseguro que hasta el detalle más inverosímil cobra sentido al final.
Poco tiempo después de empezar a estructurar la obra, me di cuenta de que la narración sería mucho más potente en boca de alguien que no fuera el protagonista. Quería un observador externo que se convirtiera en portavoz y testigo de los hechos por pura convicción y que, siguiendo la tradición de las grandes epopeyas griegas, acabara siendo mi Homero particular. Y si ese narrador formaba parte de la historia de Prometeo, necesitaba que fuera un personaje de firmes convicciones, capaz de defender la verdad por peligrosa que resultara. Buscaba una voz lo bastante valiente como para enfrentarse por amistad al duro juicio de los dioses y a las terribles consecuencias que este podía acarrear. Y, la verdad, resultaba complicado hacer creíble a un tipo así. Por eso decidí partir de un origen claro, desde el cual pudiera justificar su comportamiento posterior. Creía imprescindible tener un buen pedestal sobre el que apoyar mi estatua de héroe.
De manera que pensé en un viejo amigo de la infancia y luego, ese amigo se convirtió también en camarada de armas. Pero, una vez lo tuve, me di cuenta de que me hacía falta algo más, un plus de determinación. El personaje requería una confianza ciega, una fe sin fisuras. No me valía cualquier colega del barrio con el que Prometeo hubiera corrido apedreando gatos de crío. En definitiva, me di cuenta de que lo que yo buscaba era que entre ellos existiera una relación que fuera más allá del afecto, un vínculo tan profundo que me permitiera unirlos incluso después de la muerte.
Y una vez más, el pasado vino en mi socorro.
Es cierto que los griegos entendían las relaciones humanas, el amor y el sexo, de manera muy distinta a cómo se entienden hoy en día en la cultura occidental. Y quizás una de las mayores diferencias la encontramos en el tratamiento que daban en la Grecia clásica a algunas costumbres homosexuales. El ejemplo más evidente lo tenemos en la conocida paiderastia o pederastia, relación iniciática entre un adulto y un joven (nunca un niño) que suponía en cierto modo la entrada del adolescente en el mundo de sus mayores.
En esta pederastia, el adulto, conocido como erastés, era una suerte de mentor que se encargaba de acoger bajo su protección y de educar al joven erómeno, quien a su vez ofrecía el aliento de su juventud, su belleza, su admiración y entrega a su benefactor. Existe todavía un amplio debate sobre los límites de este tipo de relación que no es sino secuela del surgido en aquella época. Ya en su diálogo de las Leyes, el bueno de Platón (siempre tan platónico) calificaba la pederastia carnal como contraria a la naturaleza. Al parecer, se esperaba que el erómeno respetara al erastés, y la consumación del acto sexual (la penetración, sobre todo) estaba penada socialmente. Fuera así o no, el hecho es que este tipo de vínculo era habitual, algo aceptado en muchas polis.
No tardé en descubrir que, además, la homosexualidad había sido alentada en ciertas tropas de la antigüedad griega. Establecer lazos de amor entre los guerreros era una manera óptima de despertar el ardor en batalla, pues no se lucha con más fuerza que cuando se trata de defender a alguien que se quiere, y los griegos lo sabían. Algunas unidades militares como el Batallón Sagrado de Tebas, formado únicamente por guerreros veteranos y sus amados, son buen ejemplo de ello. Así que, no me costó extrapolar estas costumbres a los Elegidos, escuadrones de élite compuestos por soldados de absoluta confianza de los héroes, una escolta personal que los acompañaba siempre en batalla. Desde luego no como imposición o ley. En la novela se explica que en tiempos de guerra, la diosa, Afrodita ofrece ensoñaciones que cumplen los deseos sexuales de sus fieles, y estos amantes de espuma son tanto hombres como mujeres.
Es cierto que ninguno de los dos personajes, ni Cleón, mi narrador, ni Prometeo son absolutamente homosexuales. No si atendemos al significado más estricto del término. Prometeo mantiene durante la novela relaciones con amantes que en la mayoría de los casos son de sexo femenino, al menos en su etapa adulta, y Cleón lo hace también. Digamos que, entre los griegos de Los dioses muertos, este tipo de vínculos resultan habituales y que su mentalidad es bastante abierta en ese sentido. Además, el amor que ambos llegan a sentir por Pandora, la esposa de nuestro protagonista, tiene una indudable vertiente carnal. Es un amor profundo con su correspondiente faceta física. Así que, quizás pudiéramos hablar de una cierta bisexualidad, al menos en tiempos de su juventud.
En realidad, la novela, aunque no se centra en absoluto en cuestiones de identidad sexual, sí que intenta reflejar la total libertad de los personajes a la hora de amar. Esa manera de ver las relaciones trasciende los juegos sexuales y nuestras convenciones, la mayoría procedentes de la cultura cristiana. Para Prometeo, el sexo no es tabú, y lo explora con una desenvoltura que le permite ser absolutamente sincero. No me interesaba resaltar ninguno de estos aspectos, pero es indudable que están en la novela. No podía ser de otra forma si quería describir una relación de total entrega y confianza también con Pandora.
Pero no quiero engañaros. Usé estas costumbres, sobre todo, para justificar a Cleón, que era lo que yo buscaba.
Cleón, guerrero devoto de los dioses como todo buen ateniense, se enrola en el mismo momento en que lo hace Prometeo y lo acompaña durante el primer tercio de la novela convirtiéndose en su escudero y su hombre de confianza. Siendo un tipo valiente y sencillo, otro soldado que acaba hastiado de la guerra, es testigo privilegiado del ascenso que lleva a su amigo a convertirse en uno de los más grandes héroes de Grecia. Además, llegado el momento en el que este se aleja, sigue siéndole fiel. Y como ese viejo perro que aguarda el regreso de Ulises a Ítaca, espera, sin perder la esperanza nunca, y sin importar lo que los demás cuenten de su señor.
Cleón es, como digo, la absoluta fidelidad, un personaje al que traté con un cariño especial pues siempre he admirado a la gente con esa cualidad. Sin embargo, tenía miedo de que su actitud se confundiera y llevara al lector a creer que se trataba de un fanático servil sin demasiado cerebro. En muchas ocasiones ese tipo de fe tan inamovible tiene su raíz en una falta de reflexión, en cierta simpleza, en superficialidad o, lo que es peor, en un mal disimulado deseo de medrar. El seguimiento ciego de líderes (ya sea en política, en el arte, en el deporte, en el amor o en cualquier otro ámbito de la vida) siempre ha despertado recelos en mí. Las personas que se dedican a admirar y a repetir, a profesar la obediencia partidista, me parecen personas equivocadas. Y no quería que Cleón lo fuera. No lo merecía.
Por esa razón utilicé la base de la amistad, ese amor del que hablaba antes para construir al personaje, aunque durante toda la novela me esforcé también por darle razones que le permitieran reconocerse en el bando adecuado. A pesar de ese cariño y de la admiración que siente por Prometeo, él jamás le habría seguido sin saber que la justicia estaba de su lado. Sin duda, habría renunciado a su señor, como renuncia a sus dioses, si lo hubiese sabido equivocado. Por fortuna, no lo estaba.
Puede que algún día, haya un canto para Cleón. Creo que lo merece…
O puede que, en realidad, el canto de Prometeo sea el suyo propio.