Si quiere que el icor de Hefesto caliente su hogar, si quiere ser testigo de las hazañas de los héroes en la guerra o participar de sus amores sintiendo los besos de sus amantes… debe rezar. Y todo aquel que no lo hace con el suficiente fervor acaba incurriendo en el peor delito: el de la traición.
En realidad, cuando me propuse escribir Los dioses muertos quería plantear una suerte de distopía, en la que Zeus y su familia ejercieran una dictadura, en apariencia benéfica, pero que terminara siendo una losa para los personajes protagonistas. No me gustaría desvelar demasiado sobre el contenido de la novela, pero durante el transcurso completo de las aventuras de Prometeo, la figura de Atenea proyecta su sombra sobre todas sus acciones. Al principio lo toma bajo su protección hasta convertirlo en un campeón, algo parecido a una estrella del fútbol o de la música en nuestro presente. Pero pronto comienza a considerarlo como de su propiedad, su juguete favorito… su esclavo. Por lógica, no tardará en surgir el conflicto entre ellos.
Pero, ¿por qué elegir precisamente a Atenea, una diosa con tantos rasgos positivos, para convertirla en el adversario de mi protagonista?
Veréis. En la mitología griega clásica Atenea era la representación divina de la sabiduría, la justicia y la civilización. También conocida como Palas Atenea, nació de la frente de Zeus, completamente madura y armada, después de que este se comiese a su madre, Metis. Virgen eterna, fue una de las diosas más influyentes del panteón olímpico, y por tanto, aunque fuera patrona de Atenas y protectora de la región del Ática, recibió culto tanto en Grecia como en todos los territorios de su área de influencia.
Atenea era el culmen de todas las virtudes, ningún amante pudo conquistarla y ningún dios, ni siquiera Ares, pudo derrotarla. Por algo se la consideró también la patrona de la estrategia y de la guerra más justa. Y quizás esas fueron las razones que me convencieron para convertirla en la antagonista de Prometeo. Era demasiado perfecta, demasiado poderosa. Estoy cansado de ver vidas en apariencia luminosas que solo esconden oscuridad. Estoy cansado de ver mentiras envueltas en el celofán más brillante. En esta sociedad nuestra de lo inmediato y lo cosmético, el mal suele usar la máscara del bien para esconder su peor cara. Los falsos dioses tienen todos rostros preciosos y cuerpos delgados, y usan casi siempre palabras políticamente correctas para alumbrar discursos de lo más populares. Y en la Grecia de Prometeo no podía ser de otra forma.
Así que la Atenea de Los dioses muertos es una versión que, al menos en la primera mitad del libro, se parecerá mucho a la original de la mitología. Será la patrona de la Academia de Atenas en la que se imparten enseñanzas de materias tan dispares como la filosofía, las matemáticas o la dialéctica y por tanto será la encargada de custodiar el conocimiento, es decir, de gestionar la cantidad de saber que se concede a los hombres en cada momento. En los sótanos de su templo (en el llamado Mausoleo de los Sabios), ofrecerá refugio a las almas de los intelectuales que durante su vida han demostrado una mayor valía, de manera que, aun malograda su carne, sigan vivas sus mentes y puedan seguir compartiendo conocimientos con los mortales.
Imaginaos su poder.
Pero mi Atenea no se limitará a ejercer su influencia solo en el ámbito del conocimiento. Como buena olímpica, participará en guerras y batallas, a veces aconsejando a los héroes, a veces incluso interviniendo en las justas para defenderlos o castigarlos. En la novela, los dioses son algo tan real como la tierra sobre la que caminan los hombres o el agua que beben. Tienen cuerpo, habitan un Olimpo que levita sobre sus cabezas, y no dudan en descender a ras de suelo para dar o tomar cuanto desean. Muy distintos de las entidades espirituales de muchas tradiciones religiosas, son seres capaces de tomar forma física, con poderes casi ilimitados pero cotidianos, integrados en el devenir diario de los personajes. No os quiero engañar, puede que no sean dioses al uso (para averiguar qué son deberéis leer la novela), pero sí que son el origen de la historia y el punto hacia el que fuga siempre.
Y quería que fuera así porque me interesaba analizar esta interacción y los frutos que produciría. La historia entera es una suerte de experimento a través del cual intenté explorar la posibilidad de convivencia entre individuos tan alejados en posibilidades de acción, pero también pretendía analizar aspectos como las consecuencias de ejercer un poder absoluto, cuáles serían los límites morales que los dioses se impondrían, o cuál sería su manera de amar y odiar en caso de existir realmente.
Atenea representa en la novela un grado superior de evolución. Sería el niño que juguetea con el hormiguero, introduciendo un palito por los huecos solo por diversión, mientras que los hombres serían las hormigas. No sé si puedo decir que la diosa es estrictamente un villano, como no me atrevería a considerar malvado a ese crío. Ni siquiera sé si puedo calificarla de antagonista, dado su poder y el desequilibrio que existe con respecto a los que se enfrentan a ella, pero como todas las demás mujeres presentes en la novela, sirve como motor de los actos de los demás personajes. Atenea, sea lo que sea realmente es la energía que da vida, aunque también sea la que concede la muerte.
¿Es malo un terremoto que acaba con la vida de miles de personas…? Estrictamente hablando, no. ¿Sois malvados vosotros por recrear a la parentela de Zeus en vuestras cabezas…? En mi opinión, no. Yo soy de los que a veces maldigo a mis propios dioses por haber imaginado un mundo en el que existen la muerte, la injusticia y el dolor. Nunca perdonaré al creador por haber hecho mortales a mis hijos. La idea de su fin me horroriza y me impide ser clemente con él, sea quien o lo que sea. Y sin embargo, luego miro al cielo y veo que todo encaja, que todo gira siguiendo un orden perfecto. En esos momentos la razón tira por tierra muchos de estos argumentos surgidos de la pasión y llego a entrever un cierto sentido en el cambio del que todos formamos parte.
No quiero justificar a Atenea. Quizás, hablando así esté dejándome engañar por una de esas máscaras de perfección las que hablaba antes. Puede que el mal esté ahí, que sea algo inexcusable, y que el brillo deslumbrante de la belleza divina me impida verlo. Seguramente Prometeo sería capaz de esgrimir argumentos que la condenarían para siempre, así que quizás lo mejor será dejar que cada uno la juzgue en el interior de su propia cabeza.
No sé. Resulta complicado descubrir que incluso los dioses necesitan de los hombres para sobrevivir, que necesitan de sus plegarias, de sus miradas, de su fe… Pensad que todos ellos se perderán en el olvido cuando lo hagamos todos nosotros. En realidad, en este caso, Atenea nació para ponerse a vuestro servicio. Y creo que lo hace bien.
Lo discutimos cuando nos veamos.