Además, ha coincidido que, mientras yo realizaba mi personal viaje hacia esa verdad de la que os hablo, el mundo seguía su curso hacia el precipicio, como es lógico, sin detenerse a mirarme siquiera: el cambio climático y las insanas temperaturas (que prometen seguir subiendo en los próximos años hasta hacer del verano un infierno inhabitable), los incendios que este acarrea, cada vez más frecuentes y masivos, las alteraciones meteorológicas extremas (inundaciones, lluvias torrenciales…), la elevación del nivel del mar por deshielo de los polos, la aparición de pandemias como esta que sufrimos… Durante estos días, la O.N.U. ha advertido sobre el asunto: nos encaminamos a un precipicio a demasiada velocidad y es posible que estemos ya tan cerca que resulte imposible detenernos antes de caer. Y lo cierto es que nadie parece dispuesto a tomar medidas, ni nosotros a nivel individual (que seguimos repitiendo las mismas inercias insanas), ni los gobiernos, atrapados por intereses de tipo económico y político que los paralizan.
El caso es que, en este tiempo de reflexión, la casualidad ha querido que diera con una película titulada The Titan (2018, dirigida por Lennart Ruff, e interpretada por Sam Worthinton) que es una versión, lo declare o no, de la historia Homo Plus, de Frederik Pohl, una de esas novelas de ciencia ficción que leí en mi juventud y que en su momento me gustó mucho. La película, que no acredita al escritor por ningún lado (que yo haya visto), parte de la misma premisa, y aunque no llega nunca a ofrecer la profundidad de la obra escrita, trata el mismo tema: la obligatoriedad que tendrá el ser humano de cambiar su propio cuerpo, su anatomía e incluso su forma de pensar si pretende vivir en otros planetas. Básicamente, ambas cuentan el proceso de transformación de un piloto voluntario, en un proyecto pionero para colonizar otros mundos. Un proceso que no tiene vuelta atrás y del que resultará un ser tan ajeno a la humanidad que, una vez completado el programa, tendrá complicado cohabitar con los seres de su propia especie.
El caso es que todos estos factores (las noticias, la historia de Pohl, mi propio estado) se han mezclado en mi cabeza de manera extraña y al final he acabado pensando en el tema de la responsabilidad. Sí, cosas que pasan… La responsabilidad en general, pero sobre todo de los escritores y cineastas que han utilizado la ciencia ficción para expresarse durante estos años. La responsabilidad que tenemos (me siento parte de esa comunidad) por haber sembrado en la cabeza de la gente ideas falaces que con el tiempo han ido calando en el imaginario colectivo y que, a la postre, han hecho mucho daño.
Y me explico.
Veréis, desde hace años, los viajes interestelares y la conquista de diferentes planetas por parte de la humanidad han sido elemento fundamental en gran número de novelas, cómics y películas fantásticas. Estamos cansados de ver personajes que se transportan de una punta a otra del espacio en un chasqueo de dedos, encontrando a su llegada innumerables planetas habitables que los reciben con los brazos abiertos: planetas con distinta flora y fauna (en muchos casos con ecosistemas totalmente terrestres), pero que siempre gozan de la misma gravedad, el mismo ciclo de días y noches que la Tierra, el mismo período de traslación. En definitiva, son la Tierra, pero reducida a uno o dos ecosistemas, y habitada por seres extraños (que en el fondo podrían ser también animales terrestres, o variaciones de ellos). Exceptuando casos contados, los planetas de la ciencia ficción son el nuestro o capaces de adaptarse a nosotros por procesos de terraformación, y además, están siempre al alcance de la mano, a un salto de hiperespacio…
Y ahí radica el problema. Demasiado optimismo.
Lo cierto es que, si algún día alguien tiene la capacidad de localizar y de alcanzar planetas habitables (nuestros hijos, si logran sobrevivir a lo que se les viene encima), estos serán casi con total probabilidad, distintos a la Tierra. Una colonia que se asentara en Marte, un mundo bastante parecido al nuestro, quedaría imposibilitada para regresar aquí a los pocos años de comenzar su aventura. En caso de que la biología de los habitantes de la misma soportara el cambio, sus cuerpos comenzarían a evolucionar de manera distinta nada más llegar allí, y en cuestión de generaciones, seríamos seres tan distintos que la convivencia en el mismo hábitat resultaría muy, muy complicada.
Un planeta distinto alteraría nuestra biología, pero también nuestra psique, nuestras creencias y valores, nuestros miedos y esperanzas… Daría lugar a una humanidad distinta.
Y es que hay algo que no hemos entendido, seguramente porque no se nos ha explicado bien: La Tierra no es nuestra casa. La Tierra somos nosotros, es una extensión de nuestro ser, o quizás debamos decirlo al revés, nosotros somos la Tierra, y solo podemos existir en ella. Esas tabernas galácticas que tanto nos gustan, pobladas de especies alienígenas, en las que los cazarrecompensas y los contrabandistas espaciales se mezclan con humanos (que casi siempre son los protagonistas de las historias), son un elemento tan fantástico como los dragones y los hechizos de mago. No tienen nada que ver con la realidad. Como bien señala Pohl en su obra, el hombre está hecho para vivir aquí, y si pensamos que podemos maltratar el planeta hasta el punto de hacerlo inhabitable, porque en el último momento podremos fletar naves que nos llevarán a colonizar otros mundos, estamos equivocados. Muy equivocados. Los americanos no van a llegar con grandes arcas voladoras a salvar a los elegidos. En primer lugar, porque no tenemos (ni tendremos en siglos) la tecnología para hacerlo, y el segundo lugar, porque no habrá lugar en el que asentarse. No resultará sencillo encontrar otra Tierra, como no lo es encontrar una segunda madre. Una pequeña variación en la masa planetaria, en su separación de la estrella sobre la que gira, del tamaño y número de sus soles, de su eje de rotación o de su composición mineral nos lo pondría muy difícil.
No. No hay escapatoria. Moriremos aquí, en el mismo lugar en el que hemos vivido, y la Tierra y los demás planetas del Sistema Solar continuarán girando sin derramar una lágrima si no hacemos algo para impedirlo.
Pero por desgracia creo que seguiremos llevando la misma vida, sin importar que el planeta que nos acoge esté afrontando una enfermedad tan grave, fiebre incluida. Y es porque pensamos en él como en algo ajeno, separado de nosotros, lo cual es un error. No está enferma la Tierra, lo está la especie humana. ¿Por qué? Porque nadie cambia sus hábitos. Atrapados por una demente necesidad de crecimiento, seguimos sin poner límites al consumo de recursos, creyendo que son ilimitados, al aumento de la población, a la contaminación… Seguimos llenando de basura nuestra casa, despreocupados ante la necesidad de desarrollar tecnologías y estrategias globales que nos salven.
Y sí, creo que los escritores de ciencia ficción somos, en parte, culpables de ello, por haber introducido en la mente de tanta gente la idea del hombre como dominador del universo. Esa especie humana inmortal, cúspide la creación, extendida por infinidad de planetas es una falacia muy dañina. Preocupados de vender libros, hemos sido demasiado optimistas. Lo cierto es que todo ser vivo nace, crece, se reproduce y muere, y si consideramos a nuestra especie en su globalidad como un ente vivo, uno muy grande e idiota, me da la impresión de que estamos demasiado cerca de llegar al cuarto verbo de la serie. Porque, aunque en la mente de todos nosotros haya arraigado la idea de que la humanidad vence siempre (a las miles de invasiones alienígenas literarias y cinematográficas que nos han llegado con los años y a nuestra propia estupidez), la verdad es que no será así. Un virus respiratorio nos ha enseñado lo débiles que somos, poniendo en jaque nuestra civilización entera. Imaginemos que ese virus hubiera tenido una tasa de letalidad aun mayor, o que hubiera empezado cebándose en los niños en vez de en nuestros ancianos… Recordemos a los pobres dinosaurios, señores del planeta durante 230 millones de años, que desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos sin poder decir ni mu.
Por eso que creo también que es responsabilidad nuestra contar la verdad: debemos esforzarnos por cuidar el planeta, y no dejarlo para mañana, empezar a hacerlo hoy mismo, o mejor ayer, o antes de ayer si fuera posible. Y si los que mandan no se deciden a hacerlo quizás debamos empezar por sumar esfuerzos personales e íntimos: eliminar poco a poco el consumo de combustibles fósiles, reciclar, reducir nuestro gasto energético en la medida de lo posible, usar transporte público, consumir de otra forma y, sobre todo, educar a nuestros hijos para que lo hagan. En definitiva, vivir un poco peor para salvarlos. Y si no lo hacemos, tengamos por seguro que no habrá otros planetas a los que emigrar. Nadie va a venir a salvarnos. Seremos una más de las muchas especies animales que se han extinguido a lo largo de los siglos. La naturaleza tomará medidas (las está tonado ya) para regular su propia salud. Y es probable que esas medidas pasen por la eliminación de los causantes de la enfermedad. Si el virus corre el peligro de matar al huésped, este hará todo lo posible por librarse de él. Es así de sencillo.
Imaginemos la vida dentro de cincuenta años (cuando mi hija tenga 62). Imaginemos un mundo con veranos de cincuenta y tantos grados, incendios constantes, desastres climáticos continuos, escasez de alimentos, contaminación descontrolada y falta de oxígeno, costas sumergidas… E imaginemos cómo será la vida en ese escenario. Los totalitarismos están atentos siempre para erigirse en salvadores del mundo cuando todo va mal, se alzarán para salvar lo insalvable, las guerras serán constantes, y el hambre y las penurias se extenderán sin remedio. Llegarán nuevas enfermedades de consecuencias incalculables que traerán mucho dolor (una porción de ese sufrimiento nos ha llegado ya). El cambio climático no traerá solo calor, puede traer consecuencias hoy insospechadas que ellos pagarán por nuestras malas acciones. Y creo que parte de la culpa de que sigamos adelante sin asumir el peligro que corremos la tenemos los hombres y mujeres que, durante tantos años, con la mejor intención, hemos imaginado universos idílicos en los que los hombres reinaban habitando millones de mundos de imaginación.
Por suerte, la ciencia ficción, aunque equivocada en muchos momentos, nos ha enseñado también a anticipar escenarios, a pensar a lo grande y de manera global, a plantearnos preguntas y a ofrecer soluciones audaces. Así que quizás la redención de todos los que hemos ofrecido esta falaz idea del futuro esté en las mismas obras que nos han podido llevar al equívoco. En los últimos tiempos, las distopías que nos muestran futuros mucho más oscuros se han multiplicado. Quizás demasiado tarde, la ciencia ficción parece haberse arrepentido de ese buenismo y comienza a señalar también los peligros que nos acechan, aunque incluso en la mayoría de esas historias veo un positivismo que vuelve a preocuparme. Siempre sobrevivimos. En ninguna de esas novelas postapocalípticas que tanto nos hacen disfrutar, plagadas de zombis y bichos parecidos, se dice que las centrales nucleares explotarían a las pocas semanas del comienzo de la plaga, por falta de suministro eléctrico y mantenimiento, dejando el planeta limpio de humanos y muertos vivientes de manera casi inmediata.
Volvemos a ser demasiado optimistas.
Así que, como comienzo de mi particular cambio, y por si sirviera de algo (que lo dudo) desde aquí os invito a leer el libro de Pohl y a reflexionar sobre el tema (la película podéis dejarla pasar). Hay que ser muy valiente para asumir ciertas cosas, y creo que muy poca gente está dispuesta a mirar a la verdad a la cara, porque el rostro que nos presenta es demasiado horrible: el de la muerte misma. Pero si os contáis entre los pocos capaces de hacerlo, recordad una cosa: La vida humana será imposible en otro lugar. No encontraremos tabernas galácticas ni federaciones de planetas unidos. Somos lo que somos, somos como somos, porque vivimos en la Tierra, porque siempre lo hemos hecho.
En realidad, somos la Tierra.
Y aquí moriremos, como especie, si no lo remediamos muy rápido.